Nuevo Puerto

En el pueblo de Santa María, la vida discurría entre el susurro de los pinares y el trabajo en el campo. Rodeado por más de 12000 hectáreas de pinos piñoneros y campos de cultivo, el casco urbano mantenía su carácter rural, mientras que los dos núcleos costeros, El Reposo y Puerto Nuevo, ofrecían un atractivo adicional con sus playas de arena dorada y pintorescas marismas.

El Reposo, con su puerto pesquero y sus chiringuitos, conservaba el aire tranquilo de un pueblo de pescadores, donde la tradición se mezclaba con la brisa marina. Puerto Nuevo, en cambio, había sido concebido por los caciques locales como un ambicioso proyecto urbanístico. Promocionado como un refugio de segundas residencias para veraneantes, se llenó de apartamentos y urbanizaciones con vistas al océano, generando jugosos beneficios para los dueños del suelo y sus contactos en el ayuntamiento. Sin embargo, con el paso de los años, la realidad tomó un rumbo diferente: Puerto Nuevo se fue poblando de familias jóvenes, hosteleros y profesionales que buscaban una vida más tranquila, lejos de la ciudad.

Este crecimiento poblacional, que no estaba en los planes originales de los poderosos, trajo consigo nuevas exigencias: un centro de día, mejor transporte, más infraestructuras educativas. Pero el ayuntamiento, manejado con un estilo «cortijero» donde los caciques dictaban las políticas y el alcalde Bartolo actuaba como su portavoz, se resistía a invertir en la zona. «Con una iglesia van que chuta», solía decir Bartolo, fiel a las instrucciones de sus mentores, que preferían destinar los recursos a proyectos en el casco antiguo, donde sus intereses eran más directos.

La situación cambió con la llegada de Iñaki Ugarte, un joven cura guipuzcoano. Había descubierto Santa María casi por accidente, durante una escapada de fin de semana, y se enamoró de sus playas, sus pinares y la calma de Puerto Nuevo. Cuando le ofrecieron el puesto de párroco, no lo pensó dos veces. Sin embargo, su presencia no tardó en incomodar a quienes estaban acostumbrados a que la Iglesia local fuera un apéndice dócil del poder.

Iñaki no se conformó con dar misa y oficiar los sacramentos. Escuchaba las preocupaciones de los vecinos durante las confesiones y en conversaciones cotidianas, y pronto se dio cuenta de que la dejadez del ayuntamiento con Puerto Nuevo no era un simple problema administrativo: era una injusticia moral. Decidió actuar. Convocó encuentros en el salón parroquial, donde los vecinos discutían sus problemas y se organizaban para exigir mejoras. Desde el púlpito, sus sermones hablaban de justicia social, del deber de los gobernantes de servir al pueblo y de la dignidad de todos, no solo de los privilegiados.

Para Bartolo, el alcalde, Iñaki se convirtió en un problema. Acostumbrado a gobernar sin cuestionamientos, veía al cura como una amenaza inesperada. La tensión creció hasta que Iñaki decidió enfrentarse a Bartolo directamente.

Una tarde, el joven cura llegó al ayuntamiento y se dirigió al despacho del alcalde. El lugar, con retratos de antiguos caciques, una imagen de la Virgen del Romero y mobiliario de madera oscura, parecía diseñado para imponer respeto. Bartolo lo esperaba tras su escritorio, con una sonrisa que no ocultaba la frialdad de su mirada.

—Padre Iñaki, ¿qué le trae por aquí? —dijo el alcalde con un tono que pretendía ser amigable.

—He venido a hablarle en nombre de los vecinos de Puerto Nuevo —respondió Iñaki, mirándolo fijamente—. Llevamos meses solicitando mejoras básicas, pero el ayuntamiento solo ofrece excusas. Es hora de que cumpla con sus obligaciones y haga cumplir las ordenanzas municipales.

Bartolo soltó una risa nerviosa.

—Padre, entiendo su preocupación, pero no es tan sencillo. Los presupuestos son limitados y…

—No me hable de limitaciones, señor alcalde —interrumpió Iñaki, con firmeza—. Hay dinero para cambiar el alumbrado del campo de fútbol o para pagar a asesores que son amigos de amigos y que no hacen nada que se sepa, pero no para un centro de día o una línea de autobús para Puerto Nuevo. En ese sentido la Ley es cristalina. Todos los núcleos deben recibir servicios básicos. Puerto Nuevo no es una excepción.

El tono directo de Iñaki descolocó a Bartolo, que se levantó de la silla, incómodo.

—Padre, con todo respeto, usted no entiende cómo funcionan las cosas aquí. Las prioridades las establece el ayuntamiento, no la iglesia.

—Y el ayuntamiento debe servir a todos, no solo a unos pocos —replicó Iñaki, sin perder la calma—. Usted ha olvidado quién lo puso en esa silla. La gente merece más que promesas vacías. Le exijo, en nombre de todos, que destine recursos a Puerto Nuevo. Haga lo que debe o esto solo será el principio.

La conversación terminó abruptamente, con Bartolo murmurando sobre «forasteros que no entienden las costumbres locales». Pero el mensaje de Iñaki había calado hondo. Desde ese momento, el joven cura se convirtió en la voz de una comunidad que ya no aceptaba ser tratada como sierva de un cortijo moderno.

Al día siguiente, Iñaki decidió dar un paso más. Pidió una cita con el obispo y viajó a la ciudad cercana para plantear una propuesta audaz. El despacho del obispo, solemne y lleno de libros, imponía, pero el joven párroco estaba decidido. El obispo lo recibió con una mirada inquisitiva.

—Padre Iñaki, ¿en qué puedo ayudarle? —dijo el obispo, invitándolo a sentarse.

—Excelencia, he venido a proponer algo necesario para Santa María. Tenemos dos iglesias en el pueblo, pero la asistencia ha disminuido drásticamente. La iglesia pequeña en Puerto Nuevo es suficiente para nuestras actividades pastorales. La otra, en el casco antiguo, apenas se llena, y su mantenimiento es un problema. Creo que podríamos hacer algo más útil con ese espacio.

El obispo lo miró con interés.

—¿Qué propone exactamente?

—Propongo que donemos la iglesia grande al ayuntamiento para convertirla en un espacio cultural: biblioteca, salón de actos y centro comunitario. El pueblo necesita un lugar para la cultura y el encuentro. Si no podemos llenarlo con fieles, llenémoslo con libros y actividades. Sería un gesto de apertura de la Iglesia hacia la comunidad.

El obispo meditó la propuesta.

—¿Cree que el ayuntamiento aceptará? —preguntó, levantando una ceja—. Con lo que me ha contado sobre el alcalde…

—Si Bartolo rechaza la donación, quedará en evidencia. Si el pueblo sabe que estamos dispuestos a ceder el edificio para un espacio cultural y él se niega, parecerá que desprecia las necesidades de la gente. Si acepta, habrá dado un paso, aunque sea pequeño, hacia una administración más abierta. No se trata solo del alcalde; es un mensaje de que la Iglesia está aquí para servir a todos.

El obispo finalmente asintió.

—Es una propuesta audaz, y no exenta de controversia. Pero merece ser considerada. Presentaré el asunto en la próxima reunión diocesana. Mientras tanto, prepare un plan detallado.

Con la bendición del obispo, Iñaki regresó a Santa María con renovada determinación. Sabía que la propuesta no sería fácil de llevar a cabo, pero también que podría ser un golpe maestro para mover el tablero de poder en el pueblo. La iglesia, un símbolo del viejo orden, podría transformarse en el corazón de una nueva era de participación democrática. Si Bartolo se atrevía a oponerse, Iñaki estaba listo para llevar el debate a las elecciones municipales.

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