En demasiados pueblos seguimos atrapados en la lógica del cortijo: una forma de hacer política donde lo público se administra como si fuera un patrimonio privado y el favor personal cuenta más que el bien común. En ese terreno, la religión cumple un papel de bálsamo: alivia, distrae y justifica la resignación. Para muchos vecinos, con servicios públicos precarios, la promesa de un consuelo espiritual funciona como analgésico; para quienes mandan, es la coartada perfecta para seguir gestionando sin rendir cuentas.
El ejemplo lo tenemos cerca. El Ayuntamiento de Cartaya acaba de adjudicar 196.681,98 euros en iluminación y sonorización para ferias y fiestas. Una cifra que brilla tanto en los escenarios como en las arcas municipales, y que contrasta dolorosamente con la falta de mantenimiento en calles, aceras y espacios públicos. Mientras se despilfarra dinero en fuegos de artificio, siguen sin resolverse cuestiones tan básicas como la limpieza urbana, el cuidado de infraestructuras o el cumplimiento de compromisos electorales.

Es aquí donde la religión y la fiesta se convierten en un instrumento político. En lugar de fomentar puntos de encuentro cívicos y plurales —espacios comunes para el diálogo, la cultura, el deporte o la convivencia ciudadana, que integren a todos los vecinos, independientemente de sus creencias o ideologías— el Ayuntamiento de Cartaya opta por promocionar actos religiosos y celebraciones particulares. Una estrategia que puede tener tirón entre determinados sectores, pero que deja fuera a una parte significativa de la población: vecinos musulmanes, ateos, agnósticos o simplemente personas que no se identifican con esas devociones.
En Cartaya, los cultos más visibles son la Virgen del Rosario, la Virgen de Consolación, la Virgen del Rocío, San Sebastián , o San Isidro Labrador, cuya romería moviliza cada año a cientos de personas y que en la última edición justificó una licitación por más de 50000€ en el alquiler de grupos electrogenos (una barbaridad). Todas estas expresiones forman parte del tejido cultural del municipio, pero cuando las instituciones públicas las convierten en el centro casi exclusivo de la vida social, se está confundiendo identidad con exclusión. Lo que podría ser riqueza simbólica se transforma en una herramienta política para distracción y clientelismo, mientras se sigue sin atender lo esencial: la limpieza de las calles, el mantenimiento de aceras e infraestructuras o el cumplimiento de los compromisos electorales.
En definitiva, bajo un barniz cultural y espiritual, se enmascara la incompetencia y el desvío de prioridades, consolidando un modelo de gestión que prefiere gastar en luces y altares antes que en los servicios públicos que realmente garantizan la dignidad de la vida cotidiana.
La consecuencia es visible: servicios públicos degradados, pedanías olvidadas (en especial Nuevo Portil) y una ciudadanía que, entre la queja resignada y la procesión festiva, acepta lo que hay. Porque siempre ha sido así.
Pero el círculo vicioso puede romperse. La clave está en el nivel de exigencia de la ciudadanía: en reclamar derechos y no favores, en fiscalizar cada euro de gasto, en dejar de asumir que la política local es, por definición, cortijo y clientelismo. Solo entonces las luces de feria dejarán de cegarnos, la religión dejará de ser coartada anestesiante y los servicios públicos podrán reflejar la dignidad que los vecinos merecen en su día a día.