El Despertar de Villasilencio. Una alegoría democrática

Había una vez un pueblo diminuto, encajado entre unos pinares espléndidos y una playa de aguas limpias y rumor constante. Frente a su orilla, como un secreto de la marea, emergía una lengua de arena que apuntaba hacia el horizonte: pura playa virgen, sin chiringuitos ni sombrillas, apenas custodiada por gaviotas y la brisa.

A aquel rincón apartado, rodeado de mar y supersticiones, lo llamaban Villasilencio. Sus gentes eran nobles, sí, pero también profundamente paletas. No por maldad, sino por costumbre. Se levantaban temprano, faenaban sin quejarse, y ante cualquier problema, en lugar de exigir soluciones, rezaban a la Virgen del Olvido, patrona del conformismo.

Cada año, el pueblo entero se entregaba a procesiones, novenas y luminarias. Pero si alguien les preguntaba por su Ayuntamiento, torcían el gesto y respondían: —“Yo de política no entiendo, que hagan lo que quieran, mientras nos dejen en paz”.

Y así, con los ojos en el cielo y la espalda vuelta al salón de plenos, los de siempre se hacían con todo: la alcaldía, los contratos, los presupuestos, hasta el chiringuito invisible de la lengua de arena.

Pero un día —nadie sabe bien cómo ni por qué— un trueno partió en dos la imagen de la Virgen del Olvido. Algunos dijeron que fue un rayo. Otros, que fue el hartazgo. El caso es que, en el lugar donde antes se alzaba el trono mariano, los vecinos construyeron una mesa redonda.

No era de mármol, sino de madera traída de los chopos del arroyo. Allí comenzaron a sentarse: la panadera, el mozo del tractor, la maestra jubilada, el muchacho que siempre estaba callado y hasta el viejo sacristán.

Y entonces ocurrió el milagro verdadero: dejaron de rezar y empezaron a preguntar.

Preguntaron por el presupuesto. Por las obras. Por los enchufes. Por qué siempre se contrataba al cuñado del teniente de alcalde. Preguntaron hasta incomodar. Y cuando no les respondieron, tomaron acta… y se presentaron a elecciones.

La nueva gestión fue humilde:

Revisaron los contratos y descubrieron sobrecostes con nombres y apellidos.
Repartieron el trabajo en turnos transparentes, con listas públicas.
Celebraron asambleas mensuales, con mesas de vecinos y chocolatada para quien quisiera participar.
Redactaron un plan para que nadie tuviera que marcharse del pueblo si no quería.

El antiguo alcalde, al ver todo aquello, dijo con desdén:
—“Esto no va a durar, la gente se cansa rápido”.

Pero no se cansaron. Porque ahora, cuando sonaba la campana del Ayuntamiento, no llamaba a misa: llamaba a decidir.

Y así, Villasilencio cambió su patrona por una palabra difícil y hermosa:
Democracia.
No perfecta. No santa. Pero viva. Y sujeta a revisión cada cuatro años.

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