Nuevo Portil, una joya enclavada en la Costa de la Luz onubense, se asoma al mar desde uno de los miradores más impresionantes de la región. Con una extensión de 7 kilómetros de litoral, está rodeado de frondosos pinares, enebros y hermosos caños que han creado un entorno natural único que invita a la desconexión y al disfrute de la naturaleza.
En este paraíso vivía Nala, una pastor alemán cuya inteligencia y dedicación la habían convertido en una heroína local. Con ladridos firmes y una intuición que parecía casi humana, Nala había enseñado a dueños y perros a ser responsables. Su labor cívica, asegurándose de que todos recogieran los excrementos de sus mascotas, la convirtió en una figura querida, respetada y admirada por todos. O, al menos, casi todos.
Don Carmelo era la excepción. Un hombre muy conocido en el pueblo por su simpatía. Siempre tenía un chiste a mano y una sonrisa en el rostro. Era de los que hacían reír a los vecinos en las reuniones, y su encanto desarmaba a cualquiera. Se paseaba por las calles del pueblo con su jersey casualmente colgado sobre los hombros, luciendo siempre impecables camisas de lino blanco, cuidadosamente planchadas y metidas dentro de sus elegantes pantalones chinos de “El Ganso”, completando el conjunto con náuticos azul marino. En su muñeca, llevaba siempre la pulserita de la bandera de España, como una señal de orgullo. Su aspecto pulcro y relajado, le daba la imagen de un típico señorito andaluz bonachón, alguien que, a simple vista, inspiraba simpatía y cercanía.. Sin embargo, bajo esa fachada encantadora, se escondía un lado oscuro. Don Carmelo jamás se había molestado en recoger los desechos de su perro. Cuando nadie lo veía, Don Carmelo se mostraba malvado y rencoroso, capaz de guardar odio por las cosas más pequeñas.
Una mañana, Nala lo sorprendió dejando los excrementos de su perro en mitad de la acera. Ladró con más fuerza que nunca, como si supiera que aquel hombre representaba todo lo que estaba mal en el mundo. El perro de Don Carmelo se revolvía, avergonzado, pero su dueño lo miraba con desprecio y no hizo ademán alguno de recoger nada. En su lugar, sus ojos se afilaron mientras observaba a la perra, y en ese momento, en su retorcida mente, tomó una decisión macabra: la perra debía desaparecer.
Durante días, Don Carmelo urdió su plan con una frialdad escalofriante. Intentó envenenarla, dejando trampas mortales en los rincones que Nala solía frecuentar. Pero la pastora, con su astuta nariz, siempre lograba evitar el peligro. Sin embargo, en un fatídico descuido, el veneno cumplió su propósito. Una tarde, después de un paseo por su querida playa, Nala comenzó a sentir los efectos del veneno. Pese a los desesperados esfuerzos de su dueña, la noble perra falleció esa misma noche.
La noticia corrió como el viento. La tristeza se apoderó de Nuevo Portil, y una ola de indignación y dolor se extendió por cada rincón del pueblo. Nadie podía creer que alguien hubiera sido capaz de arrebatarles a Nala, aquella que había hecho del lugar un sitio mejor. Los vecinos, devastados, organizaron una colecta para inmortalizar a la perra que había cambiado sus vidas.
Con el apoyo del ayuntamiento de Cartaya, levantaron una escultura en la playa canina que Nala tanto amaba, esa que iba desde el Caño de la Culata hasta el puerto deportivo Marina Nuevo Portil. Fue un acto de amor, un grito silencioso de justicia y gratitud. La playa fue renombrada “Playa de Nala”, en honor a la perra que, con sus ladridos y su inquebrantable sentido de la justicia, había enseñado a toda una comunidad a ser mejores.
Cada día, al pasear por la playa, los vecinos no podían evitar mirar la escultura de Nala con los ojos llenos de lágrimas. Algunos dejaban flores, otros simplemente se detenían un momento en silencio. Todos la recordaban con cariño, y su legado quedó grabado en los corazones de quienes la conocieron.
Don Carmelo, incapaz de soportar las miradas acusadoras y el desprecio palpable de los vecinos, comenzó a sentir un vacío que lo consumía. La sombra de Nala lo perseguía en cada rincón del pueblo, hasta que finalmente decidió marcharse, buscando una nueva vida lejos de Nuevo Portil. Sin embargo, el remordimiento lo acompañaba donde fuera.
En su retiro, algo cambió en él. Poco a poco, el recuerdo de Nala, que inicialmente lo atormentaba, se transformó en una revelación. Con el tiempo, Don Carmelo comprendió la lección que había ignorado por tanto tiempo. Decidió redimirse dedicando el resto de su vida a proteger a los perros y fomentar el respeto hacia ellos y el entorno. Se mudó a una pequeña finca, donde comenzó a rescatar animales abandonados y a trabajar en campañas de concienciación sobre el cuidado responsable de mascotas.
Nala, en cambio, permaneció siempre presente en Nuevo Portil. En cada perro que recogía sus excrementos, en cada ladrido que resonaba en la playa y, sobre todo, en los corazones de la gente, que nunca olvidaría la lección de civismo y bondad que les había dejado. Y aunque Don Carmelo ya no vivía allí, el espíritu de la pastora seguía influyendo incluso en su cambio de vida, demostrando que las buenas acciones pueden dejar una huella imborrable.